La inspiración para estudiar medicina surgió de su madre, una enfermera a quien admira profundamente. Se especializó en oncología ginecológica para ayudar a mujeres con enfermedades complejas. Los mayores desafíos de la medicina moderna incluyen los altos costos de las nuevas tecnologías y las disparidades en el acceso a la atención.
Durante mis primeros años como residente de ginecología oncológica tuve una experiencia que me enseñó lo que realmente significa cuidar de una persona y no solo de una enfermedad. Un día, llegó al hospital una paciente adulta joven con una enfermedad terminal. Los médicos sabíamos que no había mucho que hacer en términos de tratamiento para prolongar su vida, pero ella tenía miedo, dolor, y una angustia emocional evidente.
Mi trabajo era asegurarme de que estuviera lo más cómoda posible en esta última etapa, pero, al hablar con ella, entendí que necesitaba algo más que atención médica. Quería saber que no moriría sola, que su vida había tenido valor y que alguien la recordaría.
Pasé tiempo con ella, no solo como médico, sino como ser humano, escuchando sus historias, sus recuerdos, algunos de sus arrepentimientos, y ayudándola a procesar sus últimos momentos. En lugar de centrarnos solo en el aspecto clínico, creamos una conexión humana que le ofreció consuelo en un momento de vulnerabilidad.
Esta experiencia me enseñó que, como médicos, no solo tratamos cuerpos, sino también mentes y almas. A veces, el mejor tratamiento es escuchar, estar presente y ofrecer apoyo emocional cuando la ciencia ha llegado a su límite. Desde entonces, me he comprometido a recordar que detrás de cada diagnóstico hay una persona con una historia única, y ese es el verdadero valor de nuestra profesión.
Este tipo de experiencias no solo te enseña sobre la medicina, sino sobre la compasión y el poder de la conexión humana en los momentos más difíciles de la vida.